sábado, 25 de mayo de 2013

DÍA DE ÁFRICA


Se me ha ocurrido que hoy, en vez de daros la chapa como hago siempre, os voy a dejar con el relato de una compañera que lleva en Benín más de 16 años, espero que os guste:

 Sin duda es imposible determinar qué lugar preciso de la tierra constituye “el fin del mundo”, pero sí estoy segura de que hay lugares que nos hacen exclamar “¡pero dónde se ha venido a vivir esta gente!”, como si el eje de la tierra pasara exactamente por nuestra casa y ellos fueron los desubicados.
    Éste era uno de eso lugares. Allí nos encaminábamos las cuatro  guiadas por un lugareño.    La camioneta  había quedado bajo un árbol sobre la planicie Maliana  hacía tiempo y bajábamos a pie entre piedras la quebrada hasta su base en busca de un pequeño pueblo de cultura Dogón.
    Se sumó a nuestra falta de estado que a una de las hermanas se le despegó la suela de las zapatillas, que como una boca  se abría y amenazaba  engancharse en cualquier piedra hasta que se le hizo imposible seguir y tampoco volver atrás. Intentamos atarlas pero no resultó y llegamos a la conclusión que “ había que tirarlas”.
    Pero  aquí, en el “fin del mundo” todo  tiene solución, la que sale del corazón  y la imaginación de quien vive con lo indispensable : el guía se desprendió con naturalidad de sus sandalias y propuso continuar descalzo mientras la hermana se calzaba con las suyas. Y así se hizo,  mezclándose el desconcierto, la gratitud, la sorpresa y el honor de permitirnos “meternos en sus zapatos”. Según el guía, llegando a la aldea un zapatero arreglaría la zapatilla y todos volveríamos calzados. Confieso que nos mostramos algo incrédulas ya que teníamos la impresión de alejarnos cada vez de lo que para nosotras era el centro de la seguridad y el desarrollo.
    Llegados a la aldea que se nos antojó maravillosa, un vergel al pie de una muralla de piedra en el más total aislamiento, casas y graneros , una escuelita de piedra , un pozo, y, rodeando el caserío: una huerta con tomates, lechugas, berenjenas que ni el más caro de nuestros supermercados podría vender.
    Entrando, el enfermero que nos dio la bienvenida se desprendió de sus chancletas y se las pasó al guía para que pudiera montar por las laderas del pueblito mostrándonoslo y llamó a un viejo que se presentó vestido con una  túnica y una bolsa de cuero de formas prehistóricas explicándonos era “ el zapatero del pueblo” ,  quien sin decir nada tomó las zapatillas, las miró y desapreció no sabemos dónde.
    Otra vez la incredulidad asomó como una tentación, que resistimos estoicamente ya sea porque no nos  quedaba otra, o porque que ya conocemos el África y su increíble capacidad de hacer funcionar lo infuncionable y recuperar lo irrecuperable hasta hacerlo durar más allá de todas las expectativas de cualquier  fabricante.
    Al regreso del paseo se apersonó el zapatero con las zapatillas arregladas . Se las había ingeniado para coserlas, y muy discretamente, las estudiamos incrédulas  y nos abandonamos a la evidencia que durarían no solo el regreso sino mucho más
En nuestra cultura donde todo se ha vuelto descartable, esas zapatillas que estábamos resueltas a tirar y cambiar, y, que seguramente costarían lo que una familia africana gasta en un mes de comida, no sólo volvían a ser útiles: nos permitieron recuperar el verdadero valor de las cosas, de los oficios perdidos, de la capacidad de vivir fuera del consumo indiscriminado, nos permitieron volver a creer en la capacidad de la gente para salir adelante juntos compartiendo y no gastando.
Ya no estoy segura que estábamos en el ” fin del mundo ”, quizás...veníamos de él.                              
  Lelia Bulacio

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