Se me ha ocurrido que hoy, en vez de daros la chapa como hago
siempre, os voy a dejar con el relato de una compañera que lleva en Benín más
de 16 años, espero que os guste:
Sin duda es imposible determinar qué lugar preciso de la tierra
constituye “el fin del mundo”, pero sí estoy segura de que hay lugares que nos
hacen exclamar “¡pero dónde se ha venido a vivir esta gente!”, como si el eje de la tierra pasara
exactamente por nuestra casa y ellos fueron los desubicados.
Éste
era uno de eso lugares. Allí nos encaminábamos las cuatro guiadas por un
lugareño. La camioneta había quedado bajo un árbol
sobre la planicie Maliana hacía tiempo y bajábamos a pie entre piedras la
quebrada hasta su base en busca de un pequeño pueblo de cultura Dogón.
Se
sumó a nuestra falta de estado que a una de las hermanas se le despegó la suela
de las zapatillas, que como una boca se abría y amenazaba
engancharse en cualquier piedra hasta que se le hizo imposible seguir y
tampoco volver atrás. Intentamos atarlas pero no resultó y llegamos a la
conclusión que “ había que tirarlas”.
Pero
aquí, en el “fin del mundo” todo tiene solución, la que sale del
corazón y la imaginación de quien vive con lo indispensable : el guía se
desprendió con naturalidad de sus sandalias y propuso continuar descalzo
mientras la hermana se calzaba con las suyas. Y así se hizo, mezclándose
el desconcierto, la gratitud, la sorpresa y el honor de permitirnos “meternos
en sus zapatos”. Según el guía, llegando a la aldea un zapatero arreglaría
la zapatilla y todos volveríamos calzados. Confieso que nos mostramos algo
incrédulas ya que teníamos la impresión de alejarnos cada vez de lo que para
nosotras era el centro de la seguridad y el desarrollo.
Llegados a la aldea que se nos antojó maravillosa, un vergel al pie de una
muralla de piedra en el más total aislamiento, casas y graneros , una escuelita
de piedra , un pozo, y, rodeando el caserío: una huerta con tomates, lechugas,
berenjenas que ni el más caro de nuestros supermercados podría vender.
Entrando,
el enfermero que nos dio la bienvenida se desprendió de sus chancletas y se las
pasó al guía para que pudiera montar por las laderas del pueblito
mostrándonoslo y llamó a un viejo que se presentó vestido con una túnica
y una bolsa de cuero de formas prehistóricas explicándonos era “ el zapatero
del pueblo” , quien sin decir nada tomó las zapatillas, las miró y
desapreció no sabemos dónde.
Otra
vez la incredulidad asomó como una tentación, que resistimos estoicamente ya
sea porque no nos quedaba otra, o porque que ya conocemos el África y su
increíble capacidad de hacer funcionar lo infuncionable y recuperar lo
irrecuperable hasta hacerlo durar más allá de todas las expectativas de
cualquier fabricante.
Al
regreso del paseo se apersonó el zapatero con las zapatillas arregladas . Se las
había ingeniado para coserlas, y muy discretamente, las estudiamos incrédulas
y nos abandonamos a la evidencia que durarían no solo el regreso sino
mucho más
En nuestra cultura donde
todo se ha vuelto descartable, esas zapatillas que estábamos resueltas a tirar
y cambiar, y, que seguramente costarían lo que una familia africana gasta en un
mes de comida, no sólo volvían a ser útiles: nos permitieron recuperar el
verdadero valor de las cosas, de los oficios perdidos, de la capacidad de vivir
fuera del consumo indiscriminado, nos permitieron volver a creer en la
capacidad de la gente para salir adelante juntos compartiendo y no gastando.
Ya no estoy segura que
estábamos en el ” fin del
mundo ”, quizás...veníamos de él.
Lelia Bulacio